jueves, 17 de marzo de 2016

Juan Gil-Albert

Juan Gil-Albert, hacia 1930.



Drama patrio


 Cuando no se representa nada, cuando simplemente se es, y no nos liga compromiso alguno político, económico, o profesional, de grupo o de clase, o de partido, tal vez podamos permitirnos hablar con independencia en nombre de todos o, al menos, para que todos nos comprendan. Seguramente es pretensión desmesurada y ese abarcar nos prive, en gran parte, de oyentes, en virtud de esa misma independencia que constituye, a mi modo de ver, la única legitimidad de nuestra palabra, y esto debido a que hoy, muchos -¿la mayoría?- no sienten ese atractivo -esa necesidad- de ser independientes, siendo su aspiración, por el contrario, de signo opuesto; buscan, o se confortan, sabiéndose protegidos, ‘dirigidos’, mandados. Pero hay siempre unos hombres, en cualquier región, en cualquier clima, muchos anónimos, algunos singulares, para quienes la vida, su vida propia, pero también, y casi a la misma altura, su vida social, su vida nacional, es refractaria al mando y que sólo encuentran aliciente en vivir como lo que son, o creen ser, hombres, no soldados, seres, unos relevantes, otros modestos, pero que no entienden la vida más que como el continente de una mínima porción verdadera de libertad sin la cual, los mayores acontecimientos sociales no son sino monumentos de piedra, y la vida interior un mecanismo marcial que acaba por colocar, allí donde íbamos a buscar al ser vivo, el rostro antipático de una consigna seca o la degradación repulsiva de una obediencia deshumanizada. Estos hombres que quieren vivir como lo que se sienten, cuerpos vibrantes, entes con razón, no siempre se dan cuenta de lo que les pasa o, en el desconcierto del mundo actual, no aciertan a expresarse a sí mismos, atenazados, por tal acumulación operante de prejuicios, la índole de sus sentimientos; otros se desconciertan, y mal, o tendenciosamente informados, fluctúan, y hasta están en peligro de naufragar; más que traicionar su ideal se hacen indiferentes, flotan, aceptan sin saberlo, se neutralizan, se rinden si, sobre todo, la cuota que se les paga, asciende. Están también, y en primer lugar, los jóvenes, no todos, que quieren saber, que no están dispuestos, o creen al menos, a doblar la frente, pero que corren el riesgo de caer en las viejas trampas o nuevas las nuevas mixtificaciones. Para todos ellos escribo, para aclarar, para informar, para confirmar, sobre lo que he vivido y sobre lo que he pensado, unas veces en la calle, otras en mi refugio, tan indispensable esto como aquello ya que la calle confunde y el refugio dilucida. ¿Objetivo? No. Aspiro a ser lo más subjetivo posible. Solo hablando en nombre propio logra el hombre coincidir , si no con la verdad que resulta una meta demasiado abstracta, con la autenticidad al menos. Ser auténtico vale tanto como ser verdadero y está mal al alcance de nuestra buena voluntad. Hablaré, pues, como me nace y como sé; diré de lo que he visto y he vivido, de lo que oí y pensé, relacionando. Y lo sellaré todo, para el porvenir, con la garantía que me ofrece mi persona y mi palabra.



Juan Gil-Albert, Drama Patrio, 1964.

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